Vincenza Gerosa HUMILDE EN EL SERVIR

sr Vincenza Mosca

Estamos acostumbradas a contemplarla en su rostro austero y delicado al mismo tiempo, con un velo negro y con pliegues aquel que ella, Vicenta, usa el 21 de noviembre de 1835, en Lóvere, cuando viste el hábito religioso de hermana de caridad.

A la fuente bautismal había sido llamada Catalina y al momento de la profesión religiosa recibe el nombre de Sor Vicenta, casi a significar que en ella sería continuada aquella síntesis maravillosa entre amor de Dios y del prójimo que san Vicente de Paul proponía a las Hijas de la caridad.

Catalina Gerosa nace en Lóvere el 29 de octubre de 1784 de Juan Antonio y Giacomina Macario.

Después de ella vienen a la luz otras tres hermanas: una vuela en Paraíso a los dos años, Francisca muere a diecisiete y Rosa está a su lado hasta noviembre de 1829, cuando ella también deja esta tierra.

Juan Antonio con su mujer y sus hijas, forman una única familia con aquella de sus hermanos y hermanas, una familia que en el contexto de Lóvere de aquel tiempo (al inicio del Ochocientos) se coloca entre las más ricas por aquello que posee y por la actividad que desempeña: el curtido y el comercio de las pieles.
No obstante la buena posición económica, ella tiene un tenor de vida modesto; está comprometida a ayudar a educar a las hijas-sobrinas en el ‘temor de Dios’, y es abierta a las obras de beneficencia.

Catalina crece en esta familia cultivando la piedad, radicándose en la fe, en el amor a Dios y al prójimo.
Aprende a leer y a escribir en la casa de los tíos que pronto la llaman a la conducción del negocio.
Un contexto familiar, aquel de Gerosa, que no presenta problemas económicos, pero en el cual no falta el sufrimiento: entre los hermanos no existe concordia; en especial Juan Antonio, el papá de Catalina, probablemente porque no posee las aptitudes para los negocios, es dejado de lado con gran dolor para la hija.

De la mamá, Giacomina Macario, los tíos tienen poca estima y, cuando el papá muere (Catalina tiene sólo 17 años), la alejan de la casa (tal vez porque gasta dinero en cosas superficiales) y le prohiben a las hijas de estar junto a ella.Catalina es profundamente probada por este dolor.

Nosotros como primera reacción, pensamos que debía haber dejado a los tíos e ir con la mamá. Pero, el párroco le aconseja quedarse con los tíos porque así podía contar con los medios necesarios para ayudar a su mamá.

Catalina se queda.
Acepta vivir en el profundo de su corazón este sacrificio, de sufrir y callar,
contenta de ir de la mamá con ‘el corazón’, desde el momento que no le es permitido ir en persona.
La mamá muere el 8 de febrero de 1814, cuando Catalina tenía treinta años.

La situación familiar de Gerosa es similar a aquella de tantas familias de hoy, donde no faltan los medios económicos, pero donde se respira el aire pesado por las relaciones tensas, las incomprensiones, las peleas.

Catalina aprende a compartir su sufrimiento con Jesús crucificado: de él trae la fuerza para vivir su cruz y entrar gradualmente en el centro del misterio cristiano, que es misterio de muerte y de vida, de muerte y de resurrección. No se queja con ninguno de ninguno. Comprende que ante su situación familiar no le queda que ‘ver, sentir, sufrir, callar’ segura que las fragilidades y miserias no impiden a Dios de amarnos y que en la cruz de Cristo encuentra sentido todo aquello que para nosotros inmediatamente no tiene sentido, como el sufrimiento, el límite, la muerte.

Y Catalina comprende aún más en el martirio de su corazón a Cristo crucificado y se une a él. Cuanto más se abre al pobre, al necesitado de ayuda corporal y espiritual; más ella entra en el misterio de Dios que por nuestro amor muere en la cruz; más se siente impulsada a brindar esta caridad a quien tiene hambre, sed, está desnudo, enfermo.

Por eso podemos decir que los dos grandes polos de la vida de Catalina son el Crucifijo y el pobre:

del Crucifijo al pobre y del pobre al Crucifijo.
«Quien sabe el Crucifijo sabe todo», decía a menudo anunciando aquello que vive.

Quién es el pobre en el tiempo de Catalina? La referencia histórica nos lleva a pensar a las poblaciones lombardas de aquel tiempo, afligidas y empobrecidas por las guerras del periodo napoleónico, por las carestías, por las pestes: gente a la cual les falta lo necesario para vivir, el trigo para el pan, la harina para la polenta.

Para estos pobres la puerta de la casa ‘Gerosa’ está siempre abierta «para comer y para dormir». Sucede que estas pobres mujeres no tienen el coraje de decir a Catalina que en su casa no tienen más harina y ella que intuye la necesidad, no humilla, se lo da en secreto, porque «le agrada hacer la caridad sin que nadie sepa nada»; le es suficiente que el pobre encuentre el pan del cual tiene necesidad; está segura que ella agradecerá a Dios, el dador de todo bien. Cuando las mamás tenían que dar su bebé a la nodriza y no tenían dinero, Catalina, intuyendo la situación, «para evitar a las familias la vergüenza de pedir» previene y paga. Así la nodriza podía decir a la mamá: «Dame el bebé, que ya pensó Catalina».

Catalina realiza la caridad, pero con discernimiento: dona a quien tiene necesidad; no usa, como ella dice, «dar agua al mar», sino el agua a quien tiene sed, el pan a quien tiene hambre… Y dona con corazón, con delicadeza; dona para uno como si donase para dos o tres, porque dona con amor y al momento de la necesidad.
Los pobres de Catalina son los enfermos, sin asistencia, abandonados; los va a cuidar, a visitar en las familias y no se queda tranquila -dice la historia- hasta que no ve surgir en una casa de sus familiares un hospital público, donde ella, con otra joven, María Bartolomé Capitanio, o lleva adelante.

Los pobres de Catalina son también las jóvenes porque comprende cuán grande es la necesidad de evitar que tomen un camino equivocado y de educarlas al bien. Comienza por eso a recibirlas en su casa, donde surge el primer ‘oratorio’ del cual, más tarde, será animadora María Bartolomé.

Los pobres de Catalina son también las familias, sobre todo aquellas tocadas por la discordia; a esas lleva la paz, al punto que es llamada «la paciera del pueblo».
Sus pobres son también los seminaristas que el rector del seminario le indica para que los sostenga económicamente, pero sobre todo con su consejo sabio y fuerte en la fe.

La vida de Catalina está tejida de esta pequeña caridad, inventada día tras día, en la línea de la necesidad de los hermanos, de muchos rostros y de muchos nombres, en los cuales ella ve el rostro que tiene las características de todos: el rostro de Cristo.

Y por qué no continuar esta forma de caridad? Por qué un día Catalina se une a María Bartolomé Capitanio en el Conventino para dar vida al Instituto de las Hermanas de caridad?

Catalina es de la generación de los ‘mansos que poseen la tierra’, porque no ponen resistencia a Dios; dejan que su proyecto penetre en sus vidas; no presumen sugerir a él como actuar, sino que aceptan lo que él les pide, por medio de las mediaciones, y colaboran. Son mansos con Dios y como consecuencia con los hombres.

En efecto, cuando don Ángel Bosio, director espiritual de María Bartolomé, y el párroco de Lóvere, don Rusticiano Barboglio, proponen a Catalina unirse a María Bartolomé para que pueda nacer en Lóvere el Instituto para las obras de misericordia, prueba un cierto temor, porque no se siente hecha para las cosas grandes sino para aquellas pequeñas, escondidas, como son las expresiones de su caridad dentro y fuera de las casas de Lóvere. Pero, apenas comprende que se trata de la voluntad de Dios, se entrega totalmente, sin lamentarse, porque Dios es Dios, y aquello que él pide es siempre lo mejor.
Con la ayuda del Espíritu, Catalina, comprende que el camino de la obediencia es el camino que la libera y la hace semejante al Crucifijo.

Mira el Crucifijo y obedece!
Así el 21 de noviembre de 1832 puede nacer en Lóvere, en la Casa Gaia que será llamada luego Conventino, el Instituto de las Hermanas de caridad.

Catalina comprende que el consagrarse totalmente a Dios, separándose de su casa, de la forma de vida que conduce, le pediría morir a sí misma y así sería toda de Dios y el pan llegaría al pobre en el signo de la caridad de Cristo que nutre, sana, fortifica, salva el hombre.

Esto sucede cuando Catalina tiene cuarenta y siete años.

Ella siente en lo profundo de su corazón la dificultad de tener que adaptarse a un estilo de vida ‘comunitario’. Habituada a moverse libremente, ligada a las ‘prácticas de piedad’ que alimentaron por tantos años su fe y caridad, no le es fácil asumir las oraciones previstas de las Constituciones adoptadas por el Instituto.

Es la sabiduría del Crucifijo que en ella continúa a vivir y a dar sus frutos.

Transcurrido un breve tiempo del inicio del Instituto, María Bartolomé Capitanio, la fundadora, se enferma y en pocos meses muere a causa de la tuberculosis, a veintiséis años de vida.
Catalina se queda en el Conventino con una sola compañera, con las huérfanas, las niñas de la escuela, los enfermos en el hospital, los pobres… y con el proyecto de un Instituto que se siente incapaz de sostener. Tiene la sensación de no poder andar adelante; es tentada de volver a su casa. La gente es de la opinión que sin María Bartolomé el Instituto no continuaría.
Pero don Ángel Bosio, el párroco don Rusticiano Barboglio y su confesor Juan Bautista Verzi inducen a Catalina a permanecer en el Conventino confiando en Dios. También esta vez acoge en aquellas mediaciones de la Iglesia la expresión de la voluntad de Dios: se abandona a él y se queda. Y apenas dice su sí, no se siente trasformar en una gran mujer, segura; sino que continúa a sentirse pequeña, aún más pequeña, pero comprende que Dios es grande, que la obra de caridad es suya y que él tiene necesidad de instrumentos pobres para expresarla a los hombres.

Prueba la admiración de un Dios que quiere llegar al hombre sirviéndose del hombre, que elige de servirse también de ella porque, es a través de las obras de misericordia que el Instituto habría continuado en el tiempo, así los hombres comprenden que son amados. Es todavía la sabiduría del Crucifijo que llega a ser vida en la vida.

En 1836 en Lóvere aparece el cólera. Catalina -sor Vicenta- lee en aquella emergencia la mayor necesidad ; lleva los enfermos crónicos a otra casa y en el hospital recibe los colerosos; a sus hijas les dice aquellas palabras que sintetizan su vida de fe y caridad: «El Señor se nos presenta en varios modos; ahora viene a encontrarnos en la forma del coleroso».

No obliga a las hermanas a asistirlos, sino que ella corre en primer lugar, y la historia dice que todas las siguieron
Pronto las hermanas de caridad comienzan a ser llamadas fuera de Lóvere.

Sor Vicenta teme… no está preparada a esto; otra vez Dios le pide aquello que va contra su voluntad.
Le es suficiente comprender que en aquella voz de la necesidad está la voz de Dios que llama para mandar las hermanas en otros lugares, seguras que ella las acompañaría.

Y mientras el Instituto de las Hermanas de caridad se difunde, llega la hora del paso de Sor Vicenta a la otra ‘orilla’. Luego de algunas semanas de enfermedad, ella muere a sesenta y tres años de edad. Es el 29 de junio de 1847. En su lecho de muerte repite a sus hijas las palabras de Jesús: «Ámense recíprocamente…y tendrán la bendición de Dios».

Palabras de adiós como aquellas que dijo Jesús en los momentos que cuentan, palabra que cuenta: vivir el amor recíproco, aquel amor que nace del Crucifijo y al Crucifijo lleva.

«Quien sabe el Crucifijo sabe todo»!

En 1933 la Iglesia la reconoce beata y en 1950, junto a María Bartolomé la proclama santa.


El Instituto de las Hermanas de Caridad de las Santas María Bartolomé Capitanio y Vicenta Gerosa Gerosa, llamadas «Hermanas de la Virgen Niña», fue fundado en Lóvere (Bérgamo) el 21 de noviembre de 1832 por una joven maestra, María Bartolomé Capitanio (1807-1833), con la colaboración de Catalina Gerosa (1784-1847), luego Hermana Vicenta, mayor en edad y ya experta en la caridad (las dos canonizadas por Pío XII en 1950). A ocho meses de la fundación, María Bartolomé murió y a Catalina le queda la difícil tarea de continuar la obra apenas iniciada.
El Instituto recibe la denominación de Hermanas de la Virgen Niña en Milán, luego del regalo de la imagen por medio de la cual se difunde la devoción al misterio del nacimiento de María. Nació en respuesta a las necesidades de un momento histórico que anunciaba profundos cambios económicos, sociales, culturales, el Instituto tiene como carisma la participación a la caridad misericordiosa de Jesús Redentor: se hace signo abriéndose a la compasión por la miseria humana, sirviendo a los hermanos en sus necesidades.
En fuerza de las opciones apostólicas de los orígenes, interpretadas vitalmente, el Instituto dirige en modo particular su misión a los jóvenes de cualquier condición, prefiriendo entre ellos los más pobres, los abandonados, los desorientados; a los enfermos, a los ancianos, a los marginados, a aquellos que aún no conocen el Evangelio.
El Instituto tiene carácter internacional: ya en 1860 estaba presente en Bengala (India). Actualmente obra en Italia y en otros países europeos (España, Inglaterra, Rumania); en Asia (India, Bangladesh, Myammar, Tailandia, Japón, Israel, Nepal, Turquía); en América (Argentina, Brasil, Perú, Uruguay, California); en Africa (Zambia, Zimbabwe, Egipto).