Bartolomea Capitanio
EL CORAJE DEL AMOR

de Albarica Mascotti

 

Así rezaba María Bartolomé:
Conocí cuán grande es tu amor hacia mí, oh Dios. No había nacido y tú ya pensabas en mí, me amabas y me preparabas gracias tan grandes.
Ahora me amas con un amor infinito, me defiendes, aprovechas todas las ocasiones para darme pruebas de tu amor, estás continuamente cerca de mí, me perdonas, me llamas y parece que no estás contento hasta que no te ves amado por mí.
Jesús tanto me amas! Deseo también yo amarte con todas mis fuerzas.
Yo sé, Jesús, que el amor por ti no va jamás separado de un verdadero amor al prójimo.
Por eso todo aquello que me has dado: la vida, la salud, el talento, los pensamientos, las palabras, las acciones, las cosas, las emplearé a favor y alivio de mis queridos hermanos.
Tú ayuda mi debilidad y dame coraje en la dificultad. Haz ver que el instrumento más pobre en tus manos omnipotentes puede hacer las cosas más grandes.
Marías Santísima, enséñame tú a amar mi prójimo.

Un juego importante

El año escolar había comenzado en el colegio de Santa Clara en Lóvere (Bérgamo) y las nuevas alumnas se movían con desenvoltura en el ala del convento reservada a ellas.
A sor Francisca, una de las maestras, le parecía el momento oportuno para hacerles comprender cuan precioso es el don de la educación, aún cuando -era el año 1818- tantas niñas del pueblo no podían asistir a la escuela. Es necesario -pensaba- que aprendan rápidamente a emplear bien el tiempo, realizando con amor los pequeños compromisos de la vida cristiana y del estudio.
Ellas querían tanto a su maestra que era suficiente un gesto para llamarlas a su alrededor. Les habló de estas cosas y como las vio interesadas se atrevió a presentarles una propuesta valiente:
-No tenemos que estar contentas con ser buenas, tenemos que hacernos santas!
Esas alumnas sabían bien qué significaba «santidad» porque en la clase, cada día, la maestra leía el libro de san Luis Gonzaga. Tal vez no pensaban que fuera algo posible para ellas.
Sor Francisca hizo silencio para dejarlas reflexionar y luego les preguntó:
-Alguna de ustedes quiere hacerse santa?
-Yo lo quiero! Yo también, yo también yo, yo…
-Me parece que todas lo desean, pero quien será la primera en hacerse santa?
-Yo, yo, yo…- fue la respuesta.
Viendo que la competencia se tornaba vivaz, a la maestra le surgió la idea de proponerles un juego.
-Tráiganme un manojo de pajitas! Quien sacará la más larga será la primera a hacerse santa.
Todas se dispersaron contentas por el jardín y en un abrir y cerrar de ojos de nuevo eran en torno a la maestra. Ella reunió las pajitas que le traían; luego las hizo poner en fila para sacar la pajita; en fin, confrontó el largo de las pajitas. Todas estaban impacientes para saber…
-La más larga es la de María Bartolomé!- anunció sor Francisca cruzando la mirada de aquella jovencita que ya prometía en el estudio, y no solo!
A la elegida se le enciende el rostro y llora con un llanto de alegría. En su corazón había rezado para que le tocase a ella esa fortuna y apenas pudo alejarse de la atención de las compañeras, corrió a la capilla a agradecer a María de aquella gracia y a pedirle su ayuda.
Arrodillada ante la imagen, promete que se empeñaría a ser santa a toda costa.
-Quiero ser santa, gran santa, pronto santa!- dice, sabiendo de haber tomado una decisión importante.

 

Quién es María Bartolomé?

Esa jovencita nació el 13 de enero de 1807 en Lóvere, un pueblo que se espeja en el lago de Iseo, y en la familia la llamaban simplemente Meulí.
Papá Modesto era negociante de granos y mamá Catalina pasaba buena parte de la jornada en el pequeño negocio situado en la planta baja de la casa.
María Bartolomé tuvo otros hermanitos, pero murieron en temprana edad, sólo quedó Camila a compartir con ella los afectos y los juegos.
De pequeña era difícil tenerla quieta detrás del mostrador del negocio. Le parecía un triunfo cuando podía escapar por aquellas calles medievales empedradas que serpenteaban estrechas entre las casas.
No era necesario tanto para atraer la atención del vecindario! Pronto las niñas se reunían alrededor de Meulí que indefectiblemente, a un cierto punto, proponía con decisión:
-Jugamos a la maestra!
Naturalmente la maestra era ella. Mamá Catalina la observaba desde el negocio y comenzaba a pensar que debía tener en cuenta esa inclinación…
Creciendo, María Bartolomé comenzó a comprender que aquellos años eran difíciles: las guerras entre franceses y austríacos habían dejado su señal en el pueblo y en el ánimo de la gente; a ésto se agregaba, en 1816, una terrible carestía que llevó a muchas familias a la calle buscando algo para sobrevivir.
Los padres de María Bartolomé podían sentirse afortunados porque, aun con fatiga, trataban de obtener lo necesario para la familia y algo más para dar a los pobres que llamaban a la puerta.
A María Bartolomé le quedaban impresos aquellos rostros angustiados y de la mamá aprendía a amarlos, reconociendo en ellos «la imagen viva de Jesús».
Más tarde se presentó un cambio en los eventos políticos que abrió un espiral de tranquilidad en la vida del pueblo. Un signo era el regreso de las hermanas Clarisas que, a causa de las leyes de la revolución, habrían sido expulsadas de su convento.
Cuando mamá Catalina supo que habían abierto una escuela para niñas, pensó que era propiamente aquello que se necesitaba para Meulí. Había ya recibido un poco de instrucción, pero podía aprender más aún. Y luego… aquel deseo de sobresalir debía ser bien orientado!
En fondo, en fondo María Bartolomé, si bien vivaz, era una jovencita dócil y en ocasión de su primera Comunión, a diez años, demostró que sabía muy bien comprometerse con seriedad: debía ser sólo cultivada!
Es así que el 11 de julio de 1818 María Bartolomé tomada de la mano de su mamá se dirigió hacia el colegio. Esa tarde en la familia todos parecían más tristes sin Meulí, pero sabían que aquel sacrificio era para su bien.

 

El «quiero» en acción

María Bartolomé no olvidó jamás aquel «quiero» que prometió a María: se le había fijado en su corazón.
En el colegio las ocasiones para ejercitarlo no faltaban: en las horas de estudios, en los recreos, a la mesa, en los momentos de oración… Tenía un buen trabajo al tener que vencer las pequeñas dificultades de su carácter un poco orgulloso y de su sensibilidad fácil a resentirse. Para corregirse, a la noche hacía el examen de conciencia y anotaba todo en su cuaderno: «Hoy no obedecí; me sentí mal por una palabra de corrección… Hoy me justifiqué dos veces; fui un poco dura con mi amiga…»
Señalaba también las victorias con cruces que poco a poco aumentaban, hasta que un día registró una realmente excepcional.
En la clase, una mañana, había un poco de alboroto por una situación en la cual no se encontraba la culpable. La maestra cree que también María Bartolomé hubiese tenido su parte y la reprendió severamente ante todas.
Ella escuchó la reprensión en silencio, sin justificarse, luego volvió a su lugar contenta de haber evitado el castigo a su compañera. A este punto, la verdadera culpable no pudo más callar.
-Fui yo, no María Bartolomé!- confesó llorando, mientras toda la clase callaba por la conmoción.
Aquellas victorias sobre sí misma le costaban mucho pero la dejaban con una grande paz y una alegría secreta en el íntimo de su corazón.
-Aquello que hago por amor- pensaba siempre más convencida- no es jamás pesado.
Así, un día, observando un paquete de golosinas y de fruta que los padres no le dejaban jamás faltar, decide compartirla con las compañeras que no tenían.
En la mesa aprendió a comer aun aquello que no le gustaba, sin quejarse y sin hacerse notar. Sólo a la maestra, que se dio cuenta de esos sacrificios, le confió:
-Verdaderamente me cuesta castigar la gula, pero leí que san Luis no le dio jamás satisfacciones.
María Bartolomé trataba de descubrir en los libros cómo hacían los santos para llegar a ser siempre más amigos de Dios. Los quería imitar!

 

Un precioso regalo

María Bartolomé no sólo seguía atentamente la lectura de la vida de san Luis, sino que se hacía prestar el libro para releer aquello que más le había tocado y lo conversaba con sus compañeras.
Sorpresa!… Un domingo la mamá, que había comprendido su deseo, llegó en parlatorio con un libro igual, pero para ella: y fue el regalo más precioso!
María Bartolomé lo leía y releía, aprovechando todos los momentos libres, hasta aprenderlo casi de memoria, y le era tan querido que durante la noche lo ponía bajo la almohada.
-Por qué sientes tanto afecto por ese libro?- le pregunta un día sor Francisca pasando a su lado.
-Me gusta esta vida porque san Luis me enseña cómo se hace para llegar a ser santa y porque la Iglesia lo indica como modelo para nosotras.
Además, la mamá la había confiado a él cuando, después de haber recibido la primera Comunión, fueron juntas a Castiglione delle Stiviere, lugar donde san Luis había crecido.
Para asemejarse, María Bartolomé se hacía ayudar de la maestra y del confesor: le pedía de corregirla y de enseñarle a «correr» por el camino del Señor. Y era muy dócil a sus consejos.
Más que todo, era el encuentro con Jesús Eucaristía a ponerle en el corazón el coraje y el entusiasmo. Se preparaba con gran deseo como a un momento de fiesta, el más precioso de la jornada. En aquel tiempo la Comunión cotidiana era una excepción, pero a ella se le permitió.
Desahogaba a menudo sus afectos también a María, escribiéndoles preciosos mensajes como este: «Querida Mamá María, mi corazón no estará jamás satisfecho hasta que no arderá totalmente de tu amor».
Con semejantes ayudas y amigos espirituales y con tanta buena voluntad, María Bartolomé, caminaba velozmente hacia su gran ideal. Y con ella corrían también sus compañeras porque no quería ser santa ella sola.
-Jugamos a ver quién ama más a Dios- les decía, invitándolas a seguirla en sus iniciativas.

 

Maestra a quince años

Pasaron rápidamente los cuatro años. María Bartolomé completó el curso de estudios con óptimos resultados y sus padres no esperaban otra cosa que este momento para tenerla nuevamente con ellos en la casa. Las maestras, le suplicaron de dejarla aún un tiempo con ellas: había dado una mano en la asistencia de las niñas y en la escuela a las pequeñas. Las capacidades las tenía y enseñar era su pasión!
María Bartolomé a los quince años era maestra, y esto no era más un juego! Pero ella no se desanimó: en poco tiempo las más grandes la quisieron como a una hermana mayor y las más pequeñas estaban felices de aprender con ella que les ayudaba con paciencia en el estudio y las animaba cuando era difícil ser buenas.
Todas esperaban con ansias el tiempo del recreo. María Bartolomé sabía organizar juegos y competencias que les dejaba tanta alegría en el corazón; y cuando las niñas, cansadas y acaloradas, se reunían a su alrededor, las entretenía con cantos y con hermosas narraciones.
Era ese también el momento en el cual proyectaban juntas algún pequeño compromiso para prepararse bien a las fiestas del Señor y de la Virgen, compromisos serios pero lindos como juegos: los juegos del alma!
María Bartolomé amaba siempre más aquella vida ordenada y serena y se sentía a gusto con las niñas, pero…un día llegó al convento la mamá decidida a llevarla a casa: en la familia se sentía la necesidad de su presencia.
En aquel momento, María Bartolomé se encontró acosada de varios sentimientos: nostalgia de las personas y del ambiente, agradecimiento por aquello que había recibido y también un poco de temor por aquello que le esperaba.
En fin, reconoce en la voz de la mamá la voz de Dios y se preparó a cumplir el desprendimiento. Se fijó como fecha de partida el 18 de julio y era el año 1824.Tenía diecisiete años y medio.
Esa tarde abrió su cuaderno y escribió: «Es verdaderamente una gracia grande haber sido educada aquí, donde aprendí a amar el Señor y comprendí cuán dulce es servirlo».

 

En familia

En estos últimos días María Bartolomé juntó sus cosas y se procuró también un pequeño equipaje espiritual hecho de consejos y de programas útiles para su vida en familia. Luego se recogió en oración y presentó al Señor un nueva promesa:
-De ahora en adelante te elijo, Jesús, como único dueño de mi corazón, de mis afectos, de toda mi misma. Seré para siempre tuya y deseo encontrar en ti toda mi alegría.
Era la fiesta de la Virgen del Carmen y María Bartolomé deseaba confiar una vez más su propósito a María.
Al momento de la partida las maestras y compañeras la saludaron con un fuerte abrazo y con tantas lágrimas.
-María Bartolomé, te dejo en el Corazón de Jesús, permanece siempre en su amor- le dijo sor Francisca que lloraba más que todas.
-Le prometo que así lo haré- le respondió María Bartolomé.
Luego la conmoción le impidió de entretenerse aún más: descendió rápidamente los escalones y se encontró en las calles de Lóvere camino a casa. Era esperada, sobre todo por la mamá, como cuando se desea el sol.
En familia no todo andaba bien. Papá Modesto frecuentaba el bar y si bebía una copa de más se volvía agresivo con todos. Camila crecía rebelde y con un carácter difícil. La mamá guardaba en su corazón tantas aflicciones.
María Bartolomé comprende porque el Señor la quería allí. Abrió su cuaderno y escribió: «Tendré hacia mis padres gran respeto porque están en el lugar de Dios, los obedeceré, los amaré y los ayudaré en sus necesidades. Me ocuparé de las tareas de la casa y lo haré con responsabilidad y con la alegría en el rostro. Preferiré a los demás antes que a mí misma para conservar la paz en la familia».
No pasó mucho tiempo que una tardecita papá Modesto tardaba más de lo habitual a volver a casa. María Bartolomé se asomaba a cada rato a la ventana esperando en vano su llegada, luego afrontó decidida la oscuridad de las calles apenas marcadas por la claridez de la luna y lo buscó pasando delante de los bares del pueblo. Lo entrevió a través de una puerta semiabierta: jugaba a las cartas con un amigo. Se acercó serena y se sentó a su lado.
-Papá termina la partida. Yo te debo hablar. Te espero.
-Está bien! Estamos por terminar.
Le da el brazo y hablándole con bondad lo llevó a casa, dócil como un corderito.
Otra vez, María Bartolomé estaba toda dedicada a ordenar la cocina cuando desde la ventana le llegaron voces excitadas. El padre había sido provocado por un vecino y, después de haber resistido no podía más dominarse. Intuyendo que pronto se pasaría de las palabras a las manos, María Bartolomé, rápida como un relámpago se colocó entre medio de ellos: tomó el papá por un brazo convenciéndolo a retirarse y dejó al vecino sin mostrarle resentimiento y sin acusarlo.
María Bartolomé estaba convencida que con el amor se obtiene todo: lo aprendía del Crucifijo al cual pensaba a menudo y especialmente en los momentos difíciles.
Y Camila? Con ella era necesaria una paciencia a toda prueba. No era mala, a veces era muy generosa; pero tenía siempre pronta alguna impertinencia. Aprovechaba a menudo de la bondad de la hermana, como cuando le rompía ante sus ojos las hojas de las oraciones apenas preparadas para las amigas.
María Bartolomé soportaba todo; no sólo, pero a la noche, en su habitación, se examinaba viendo si había sido dura en el hablar con ella, si la había complacido en sus deseos, hasta… si la había obedecido.
Era necesario tanto tiempo, pero un día a una persona amiga pudo confiarle con gozo: «Camila ahora está tranquilísima, obedece y continúa con coraje el camino de la bondad».
Poco a poco comenzó a entrar la paz en la familia y era lindo sobre todo a la tardecita cuando reunidos, aun papá Modesto, rezaban el Rosario y escuchaban una palabra buena que María Bartolomé leía en algún libro, siempre a su disposición.

 

Escritas en el corazón

El domingo por la tarde María Bartolomé tenía su espacio de libertad. Luego de la celebración en la iglesia también ella se unía a las niñas que llegaban a la casa de la familia Gerosa, allí al inicio de la calle que desciende hacia el pequeño puerto del lago.
La precedía la siura (señora) Catalina –así la llamaban en el pueblo- que, llegada, abría de par en par el portón y las acompañaba a una grande sala donde rezaban, escuchaban interesantes narraciones y se divertían hasta la tardecita, como en un verdadero oratorio.
El obispo de Brescia, monseñor Gabrio Nava, hacía un tiempo que recomendaba a los sacerdotes que crearan lugares de reunión para los jóvenes, y Catalina Gerosa, de acuerdo con el párroco, las acogió en su casa casi vacía por la muerte de los padres y de los tíos.
Cuando María Bartolomé comenzó a frecuentarla, Catalina comprendió que podía ayudarla en la organización de las reuniones y juegos. De hecho llegaron a ser pronto amigas.
Las jóvenes, hablando entre ellas, eran siempre más numerosas tanto que la casa Gerosa no tenía más lugar y tuvieron que trasladarse a un local de la parroquia.
-Catalina, qué dices si dedicamos el nuevo oratorio a la Virgen Niña? Sería lindo preparar un reglamento ahora que somos tantas y más tarde con las más comprometidas se podría formar la compañía de san Luis…
-A esto pensa tú, María Bartolomé; para ti es fácil escribir. Yo me ocupo de la capilla: se debe restaurar y arreglar y a mí los medios no me faltan.
En tanto en las casas las mamás eran felices al saber que sus hijas estaban en manos seguras.
María Bartolomé multiplicaba sus atenciones por las jóvenes más necesitadas, especialmente por las pobres, huérfanas o en peligro.
-Estas- se decía a sí misma- escríbelas en tu corazón y no olvidarte de ninguna.
De las grandes capacidades de María Bartolomé se dieron cuenta muy pronto el párroco Rusticiano Barboglio y su colaborador Angel Bosio.
-Hemos pensado- le dijeron encontrándola un día en el oratorio- que podrías también enseñar a leer y escribir a las jóvenes que no fueron nunca a la escuela o que no pueden frecuentar aquella del convento. Trata de hablar en familia.
Los padres le pusieron rápidamente a disposición un pequeño local junto al negocio y Camila le ayudó a llevar algunos bancos. María Bartolomé hizo el resto tan bien que las mamás la suplicaban e acoger sus hijas, pequeñas y grandes, y así la escuela pronto tiene que ser trasladada a un ambiente más amplio, al lado de la casa parroquial.
María Bartolomé exigía disciplina y seriedad en el estudio pero, a diferencia de las maestras de su tiempo, se propuso no recurrir jamás a los castigos. No era necesario porque obtenía todo con dulzura. Quería mucho a sus alumnas y tenía el deseo que entre ellas se amaran. Ciertamente entre ellas existían desacuerdos y peleas. Con paciencia las ayudaba a reconciliarse y no se retomaba la lección hasta que no se habrían dado un beso de paz.
Todas competían para asemejarse a la maestra. Aquella mejor era Elena Omio, una jovencita linda y buena como un ángel.
-Elena es una florcita para el Señor- dice María Bartolomé escuchando que sobre ella se hacían tantos proyectos.
Fue como una previsión: el Señor la recoge tempranamente para trasplantarla en el Cielo.
Otra, Rosa Maveri, conservaba como un tesoro el cuaderno de los dictados porque María Bartolomé les dictaba cosas útiles para la vida. A aquellas que concluían los estudios le dejaba los «Recuerdos», que eran advertencias preciosas para el futuro. Comenzaban así: «Recuérdate que Dios es vuestro principio, que fuisteis creada por El y para El, que debéis amarlo sobre todas las cosas y orientar todas vuestras acciones a su mayor gloria; …compórtate de tal modo que el Señor pueda encontrar en ti sus delicias y vuestro corazón sea una dulce habitación para El…».
Los efectos de esta educación existían, porque en el pueblo se distinguían rápidamente las alumnas de María Bartolomé.
-No es de maravillarse- se decía-; tiene talento y es una santa que enseña!

 

El coraje del amor

Una y también dos veces al día María Bartolomé tomaba la calle que se dirige a puerta Seriana, fuera del pueblo. Allí, en esos años, se inició un pequeño hospital para los pobres. La casa la había donado Ambrogio Gerosa, tío de Catalina, la cual se comprometió a completar la obra. Pidió colaboración también a María Bartolomé, confiándole la misión de ecónoma y directora.
Así, en sus jornadas, ya plenas de trabajo, María Bartolomé encontró tiempo para tener actualizados los registros y sobre todo para visitar a los enfermos que llamaba «las delicias de mi corazón». Ellos también la esperaban con gran deseo y los primeros que la veían llegar hacían correr la voz:
-Llega María Bartolomé, llega María Bartolomé!…
-Aquí estoy! Aquí estoy con ustedes!
Y pronto era fiesta!
Ella se acercaba a cada uno, los escuchaba, los servía, luego rezaba con ellos y los preparaba a recibir los Sacramentos. El médico del hospital, el doctor Lucas Bazzini, decía que la vio curar heridas repugnantes con tanto amor que parecía que no le diera ninguna repugnancia.
Para hacerlo tenía su secreto, como siempre confiado en una página de su cuaderno: «Trataré de aprender de ti, Jesús, el modo de servir a los enfermos. Te prometo que no tendré en cuenta el cansancio, la incomodidad para llevar un poco de alivio».
Un día María Bartolomé llegó al hospital con un joven vagabundo, que encontró en la calle, enfermo en el cuerpo y más aún en el alma. Ella hizo todo lo posible para que, una vez sano, no retomase el camino del vicio, pero parecía que no escuchaba; en fin, no sabiendo más qué pensar, le suplicó de rodillas al lado de la cama. A este punto el joven se sintió tocado y se convirtió.
-Te prometo, María Bartolomé, que quemaré todos los romances no buenos que poseo y leeré los libros que tú me diste. Y ahora llámame el sacerdote…
Dejando el hospital, decía a todos los que encontraba:
-Ustedes tienen en el pueblo una santa sin saberlo!
Algunos años después lo reencuentra con el hábito franciscano.
María Bartolomé se acercaba a los jóvenes en peligro dondequiera que se encontraban, hasta en la pequeña cárcel del pueblo. El coraje no le faltaba como cuando, habiendo dicho tres Ave María , entró decidida en una casa de la cual salían gritos estremecedores, mientras en la calle se juntaban muchos curiosos.
Llega a tiempo para frenar la ira de un joven que quería agredir el padre, mientras en un rincón, la hermana y la madre lo suplicaban aterrorizadas.
Cuando ella apareció improvisamente los dos quedaron como petrificados. María Bartolomé tomó la mano del joven y, tranquilizados los familiares, lo invitó a seguirla afuera, bajo la mirada atónita de la gente, hasta su casa.
-Y ahora siéntate aquí, mientras yo preparo una bebida que te ayude a calmarte.
En tanto le dejaba decir todas sus razones. Luego se sentó a su lado y, con amabilidad y fuerza, lo hizo reflexionar sobre las consecuencias que podrían haber derivado de su gesto:
-Habrías ofendido a Dios que es un buen Padre; tu familia y las personas que te quieren tanto vivirían ahora encerradas en un inmenso dolor; en el pueblo habría un gran desconcierto; y ahora qué sería de ti? Trata de pensar…
A medida que hablaba veía que el joven se calmaba. Estaba arrepentido.
-Ahora podemos volver a tu casa a restablecer la paz: sé fuerte!
Ella estaba presente en el momento en el cual se pidieron perdón recíprocamente, que llevó a acrecentar, en aquella familia la concordia y la alegría.
Aquella tarde en el silencio de su habitación María Bartolomé se dijo a sí misma, como tantas otras noches:
-Me gusta tanto ayudar a mi prójimo. Desearía emplear toda mi vida en la caridad. Deseo asemejarme a Jesús que en este mundo hacía el bien a todos. Con su ayuda afrontaré aún las situaciones difíciles».

 

La casa de campaña

Puntualmente llegaba el mes de setiembre con su cielo límpido y con las primeras doraduras del otoño en el sembrado, en las moras, en los castaños alrededor de la casa Mariet en Séllere, un pueblito poco distante de Lóvere.
Anualmente, en los últimos días del mes, María Bartolomé llegaba allí recorriendo a pie un sendero, luego ascendía entre campos y prados la ladera del monte hasta el lugar que era para la familia Capitanio como una segunda casa. De aquí María Bartolomé alargaba la mirada al valle gozando de aquella «naturaleza tan bella y variada» y de aquel silencio, que por una semana habría sido el marco para sus Ejercicios espirituales.
La acompañaba la abuela, pero María Bartolomé tenía una habitación para ella: disponía sobre la mesita el Crucifijo, los libros que le había prestado don Angel, el inseparable cuaderno, el tintero y la pluma; luego entraba de lleno en la meditación.
Pensaba que Dios la amaba tanto: la había creado a su imagen y la había enriquecido con tantos dones, le dio unos padres y unos maestros premurosos, buenas amigas, un lugar tan lindo, y más todavía la fe, la posibilidad de hacer tanto bien en casa y en el pueblo…
Luego daba una mirada al Crucifijo, lo miraba durante largo tiempo, escuchaba lo que le decía su amor llegado a ese punto…; en fin, llena de estupor y de agradecimiento, le decía así:
-Jesús, el tuyo es de verdad un amor grandísimo! Has muerto en cruz para decirme cuánto me amas… Y ahora estás siempre cercano a mí, me perdonas, te donas totalmente en la Eucaristía… Y yo, así pequeña, pobre y a veces mala, qué puedo hacer por ti?
Volvía a casa, después de algunos días, siempre más convencida de tener un corazón hecho para amar con la caridad que aprendió de Jesús.
A Séllere María Bartolomé iba otras veces, especialmente en los días de carnaval con un grupo de niñas y de jóvenes con grandes deseos de divertirse. Allí, en el prado, sonaba la pandereta, mientras todas saltaban a su alrededor felices como nunca. María Bartolomé las quería alegres en el corazón; a ella le gustaban los rostros contentos.
A veces la encontraban en Séllere sus amigas. A Matilde Marinoni le sucedió algo grande. Llegada al pueblo, ve María Bartolomé venirle a su encuentro, como si hubiera sabido de su llegada. Rengueaba por una inflamación en los pies, pero no le importaba.
-Matilde, qué linda sorpresa me hiciste! Gozaremos algunas jornadas juntas. Tenemos tantas cosas para contarnos…
-Lo siento, María Bartolomé, pero vengo de Lóvere, donde te busqué, y antes de la noche debo volver a Rovetta porque mis padres me esperan.
-Viene a ver donde habito, así tú puedes reposar un poco: has caminado tanto y me parece que estás muy cansada.
-De verdad, y no me siento tan bien!
-Trataremos de disfrutar intensamente este momento.
El tiempo, corría velozmente mientras conversaban caminando o en casa.
-Ahora es necesario que sacrifiquemos nuestros deseos para no dejar preocupados a tus padres- dice María Bartolomé viendo que el sol declinaba-; yo te acompaño por un tramo de camino, luego corro a la iglesia a rezar a María para que te proteja en el viaje; allí hay una imagen que me gusta tanto! Tú detiene el primer auto que pasa, cualquiera sea la persona que lo guía, y pídele de llevarte. No preocuparte de nada!
Hicieron así, y cuando se encontró sola, Matilde sintió el rumor de un carro. Lo hizo detener, pero se da cuenta que no era de confiarse: los caballos que lo tiraban no parecían bien domados y los dos hombres que estaban dentro habían bebido demás.
Matilde se sintió por un momento desilusionada: no sería prudente aceptar el lugar que le ofrecieron, pero fue como un estímulo a subir las palabras seguras de María Bartolomé.
-No tengas miedo!- dijo uno de los dos dándose cuenta de su duda-; te haremos buena compañía.
Luego le oí decir entre ellos:
-Estemos atentos a no decir palabras poco correctas; hablemos de religión: es una joven de respetar!
Y con tanta amabilidad la condujeron hasta la puerta de su casa. Al padre, que la quería reprender por aquella imprudencia, Matilde le explicó:
-Papá, me sentí segura de la palabra y de la oración de María Bartolomé.
-Si es así, me gustaría encontrar un día tu amiga!

 

Amigas verdaderas

Descendían las sombras de la tarde sobre el pueblo, luego la noche apagaba las luces de las casas, pero la jornada de María Bartolomé no había terminado. Después de la oración con los padres y Camila, ella se retiraba en su habitación, encendía la vela, rezaba arrodillada en el piso, luego escribía a las amigas. Tenía tantas también en los pueblos más o menos cercanos a Lóvere: Mariana, Lucía, Julia, Reina, Marta, Pierina y otras más.
Estaba muy cansada y tenía los ojos pesados por el sueño, pero decía que sentarse a conversar con ellas, aunque sea sólo con la pluma, era para ella un descanso. Las consideraba un don del Señor, porque la ayudaban a crecer en el amor al Señor y al prójimo.
Se había propuesto no escribir cosas inútiles; comunicaba sus experiencias espirituales, pedía y daba consejos, consolaba. A la luz de esa vela nacían también lindas iniciativas para los oratorios que las amigas animaban en sus pueblos. Cada una se lo transcribía y se lo pasaba a la otra. De esa mesa partía una verdadera cadena de bien.
Don Angel supo por el párroco de Sónico que una carta escrita por María Bartolomé a una amiga hizo el giro del pueblo dando más frutos que una predicación.
-Sería necesaria una María Bartolomé por parroquia!- decían los sacerdotes de los alrededores, casi envidiando la fortuna de Lóvere.
Alguna vez a altas horas María Bartolomé escribía a sor Francisca, que continuaba a tener un lugar especial en su corazón. A menudo llegaba al convento, donde siempre era recibida por todas con aire de fiesta: hermanas y alumnas. Estaba allí sor Antonia que llegaba en parlatorio con toda la clase y que siempre le decía:
-María Bartolomé, he aquí las jóvenes; dí a ellas alguna buena palabra!
Estaba segura que volverían al aula con mayor docilidad y voluntad.
Con una alegría especial en el corazón, una noche, María Bartolomé escribió también a Catalina Gerosa, si bien habitase a dos pasos de su casa y la encontrase a menudo. Comenzó así su carta: «Queridísima hermana en Jesús, no puedo hacer a menos de escribirte dos palabras sobre aquello que hemos hablado».
Antes de decirle «aquello» María Bartolomé había pensado y rezado durante mucho tiempo; había pedido consejo también a don Angel. Luego fue decidida de Catalina, la llamó aparte como cuando se deben comunicar cosas importantes y secretas y con amabilidad le dijo:
-Catalina, tengo este pensamiento que no me deja ni de día ni de noche y me parece que viene de Dios. Me lo aseguró también don Angel. Y tú tienes que ver en todo esto. Te explico: tú sabes mejor que yo que en el pueblo hay tantas necesidades, tantas pobrezas a las cuales ayudar y a nosotras dos nos gusta ayudar a nuestro prójimo, como nos enseña Jesús. Si nos unimos para siempre, en una casa, tal vez alguna de nuestras amigas se unirán a nosotras y así podremos hacer tanto bien y hacerlo mejor…
-Tú sueñas con los ojos abiertos, María Bartolomé! Piensas a cosas muy grandes; yo no alcanzo ni a imaginármelas; yo… yo estoy hecha para las cosas pequeñas, cotidianas y ya tengo mi edad, mis costumbres, tú eres más joven…; para mí es suficiente aquello que hago cada día. Te ruego, no hablarme más.
-Y si esta, Catalina, fuese la voluntad de Dios para nosotras?
-Oh!… ahora lo debo pensar nuevamente… Ahora estoy un poco desconcertada!
De hecho Catalina lo repensó, pero fue necesario un tiempo y cuando volvió sobre el discurso dijo simplemente:
-Yo no estoy convencida de esto, pero si Dios lo desea, que se haga su voluntad.
Desde ese momento llegaron a ser como hermanas.
Como había sucedido todo esto, aquella noche María Bartolomé continuó la carta así: «Deseo ardientemente el momento de estar unida a ti para obrar a gloria de Dios y a favor del prójimo. Hagamos todo lo posible para que sea pronto. No pongamos ningún obstáculo a la obra del Señor. Pongámonos en sus manos y busquemos sólo su voluntad y el mayor bien del prójimo. Tu afectísima hermana María Bartolomé».

 

En el Conventino

Desde ese momento no fue todo fácil. Catalina tuvo que soportar los reproches de la tía que quedaba sola con la empleada en su grande casa. María Bartolomé tuvo durante mucho tiempo el papá enfermo que la quería siempre junto a él; pero también ella no quería separarse de su lecho: lo asistió con amor, lo preparó para recibir los Sacramentos y, cuando murió, lloró todas sus lágrimas. Tuvieron que afrontar muchas dificultades.
-Probemos todas las llaves- estimulaba María Bartolomé-; probadas todas, nos arrodilleremos esperando que el Señor nos abra la puerta.
Al final, con la ayuda del párroco y de don Angel, encontraron la «casa» allá, cerca del hospital, y no veían las horas de habitarla.
Llegó así el 21 de noviembre de 1832. María Bartolomé se levantó cuando todavía era de noche y esperó el amanecer rezando: invocó la ayuda y la fuerza para la mamá y la hermana; para sí misma pidió «la alegría de corazón y un santo coraje» para cumplir la nueva misión; pidió también otra compañera.
Apenas amaneció saludó con un fuerte abrazo la mamá y Camila, que eran inconsolables.
-Si no fuese el Señor a llamarme no las dejaría por todo el oro del mundo- decía a ellas entre lágrimas-; perdónenme de todo; las amaré mucho más y continuaré a ayudarlas en aquello que podré…
Rápidamente se pone el chal y desaparece en la calle. Poco después estaba con Catalina en la iglesia de San Jorge. El párroco y don Angel celebraron la Misa para ellas en el altar de la Dolorosa; luego las acompañaron por las calles aún desiertas a la nueva casa. Aquí, ante la imagen de la Virgen colocada sobre una cómoda, ellas se ofrecieron a Dios prometiéndoles de dedicar toda sus vidas a favor del prójimo. Era la fiesta de la Presentación de María al templo.
Esa misma mañana Catalina tuvo que volver a la casa porque la tía se enfermó. Quedando sola, María Bartolomé miró a su alrededor: además de la cama y los bancos para la escuela que había pedido a la mamá no tenía nada más, ni siquiera lo necesario para cocinar. Pero tenía sus enfermos, del otro lado de la calle. Corre de ellos y, extendiendo los brazos exclamó:
-De ahora en adelante estaré siempre con ustedes y seré toda para ustedes!
Luego llegaron las niñas de la escuela a colmar de voces el corredor y el patio y, cuando cayó la tarde de aquella jornada única, a hacerle compañía a María Bartolomé había una huérfana, Teresa Conti.
En los días siguientes la visitaron las amigas y puntualmente cada mediodía llegaba Camila, mandada por la mamá, a llevarle el almuerzo en un cesto.
Volvió pronto Catalina y ahora las jornadas en la nueva casa se organizaron mejor. Había tanto para hacer: los ambientes tenían necesidad de ser readaptados; las alumnas, las huérfanas, los enfermos, los pobres, las actividades en la parroquia, la oración colmaban las jornadas.
Sólo hacia el atardecer cesaba el movimiento; en la casa quedaba un pequeño grupo de huérfanas y, cuando ellas se acostaban, se hacía un gran silencio en aquel rincón del pueblo, al amparo del monte.
María Bartolomé y Catalina aprovechaban para recogerse en torno a la vela y hablar de sus nuevos empeños, de las decisiones a tomar, de los reglamentos a introducir… Pero cómo podían llegar a todo?
De su necesidad se da cuenta Magdalena Giudici de Séllere, que se ofreció en las tareas domésticas, al menos por un tiempo; en realidad se quedó para siempre con ellas.
Así al inicio del nuevo año ya eran tres. La gente de Lóvere comenzó a llamar «Conventino» aquella casa que todos sentían como una bendición para el pueblo. En el sueño de María Bartolomé debía ser la «Casa del Redentor».

 

Las ayudaré desde allá

El 1° de abril de 1833 las campanas de San Jorge con son de fiesta invitaban a la gente a la iglesia para la adoración del Santísimo y también María Bartolomé fue con un grupo de jóvenes. Con la mirada dirigida hacia el esplendoroso altar de luces, rezaban y cantaban expresando en la voz toda su alma.
María Bartolomé tenía la mirada fija al ostensorio y no sentía ni siquiera el correr del tiempo mientras en su interior pensaba:
-Yo en este misterio no veo que amor, no conozco que amor y meditándolo no pruebo que amor! En este Sacramento Jesús se ha donado totalmente!
Cuando terminó la función, salieron y, saludándose, se dispersaron alegremente por las calles hacia sus casas. María Bartolomé, en cambio, llegó con fatiga al Conventino: sentía un extraño malestar y tenía escalofríos por la fiebre.
Le nacieron lágrimas de los ojos cuando Catalina, preocupadísima, la obligó a ir a la cama porque habría llamado el doctor.
María Bartolomé comprendió que no se alzaría más. Le dolía morir dejando Catalina y Magdalena en aquella casa apenas iniciada, pero luego pensó que desde el Cielo habría podido ayudarlas aún más.
-Estén seguras- les decía- que esta casa está en las manos de Dios!
Pero la mamá, Camila, Catalina y Magdalena estaban angustiadas y no sabían más qué hacer para procurarle alivio.
La noticia de su enfermedad circuló rápidamente por todo el pueblo y aun fuera de él y así comenzó un ir y venir en su habitación: venían las jóvenes a hacerle sus confidencias y las amigas siempre necesitadas de consejos; Matilde llegó con su papá que desde hacía un tiempo deseaba conocerla; la visitaron también sacerdotes y otras personas.
A quien veía afligido por ella María Bartolomé le decía:
-Los sufrimientos que nos manda Jesús no son jamás espinas! O también:
-Es lindo sufrir por el Señor y pensar al Cielo!
-Si tuviera miedo de la muerte disgustaría a Jesús que hizo tanto para salvarme!
Pasaron así esos meses de primavera y llegó el verano con el aire caluroso. De la ventana abierta llegaban las voces y el continuo golpeteo de los albañiles que construían la capilla. Catalina deseaba hacer suspender los trabajos, temiendo que le molestaran, pero María Bartolomé la suplicó:
-Déjame sentir!… Me dan alegría pensando que Jesús Eucaristía habitará en nuestra casa.
Llega el 26 de julio, María Bartolomé, reducida a piel y hueso, sin fuerzas, tenía apenas un hilo de voz para saludar, consolar, para balbucear alguna oración.
Aquella mañana Catalina fue temprano a la iglesia con las huérfanas para participar a la Misa y rezar por ella. A ellas se unieron tantas personas, que la acompañaron a la vuelta.
-Cómo está María Bartolomé? Cómo está la maestra?- le preguntaban.
Catalina respondía alzando los ojos al cielo y mientras tanto apuraba el paso hacia la casa pensando:
-Cómo la encontraré? El Señor me la dejará o deseará ese sacrificio?
Apenas llegó al umbral del Conventino comprendió que algo estaba sucediendo, corrió de María Bartolomé y la vió gravísima. Estaba don Angel que le administró los últimos Sacramentos.
-Quieres ir al Cielo?- le preguntó.
-Quiero sólo aquello que el Señor quiere- susurró.
Luego tomó fuertemente entre sus manos el Crucifijo y la imagen de María mientras tanto susurró «Jesús, María». Con estas invocaciones en los labios, hacia las diez de la mañana, se apagó. Tenía veintiséis años.
-Murió una santa!- así corría la noticia de casa en casa y todos sentían que habían perdido algo de sí mismos.

 

La puerta abierta

En esos días se experimentaba en el aire un gran desconcierto. Por las calles la gente, mirando hacia el monte, pronosticaban:
-Sin María Bartolomé, adiós Conventino!
En realidad, cuando se encontraron solas, Catalina y Magdalena se miraron en los ojos desconcertadas.
-Qué hacemos hora?- se preguntó Catalina.
-Yo vuelvo a Séllere- decidió Magdalena.
-Ni tampoco yo me quedo aquí…
Llegaron en ese momento dos sacerdotes que, imaginando aquellos discursos, dijeron a ellas claramente:
-Este es el momento de manifestar vuestra confianza en Dios. Quédense! Ahora espera a ustedes continuar la obra de María Bartolomé.
A aquellas palabras Catalina se arrepintió de su desaliento, reavivó la fe en el Señor y, dirigiéndose a su compañera, dice:
-Adelante con confianza! Dios sólo desea ser autor de esta obra. Dejémoslo hacer a El!…
Se quedaron y su generosidad fu pronto recompensada: llegaron Clara, Margarita, Francisca, Silvia, Teresa… y hasta Camila, todas deseosas de seguir a Jesús como lo había hecho María Bartolomé. Catalina comprendía siempre más que el Señor deseaba aquella puerta abierta.
Desde ese momento la familia creció y surgieron otros «conventino» en varias partes de Italia, en otras naciones de Europa y hasta en Asia, en América, en Africa, porque por todas partes las nuevas compañeras de María Bartolomé encuentran niños, jóvenes, enfermos, ancianos, pobres de amar y de servir en el nombre de Jesús.
La santidad de María Bartolomé fue reconocida por Pío XII el 18 de mayo de 1950 y su historia continúa a través del Instituto de las Hermanas de Caridad