Bartolomea Capitanio

ACTIVA EN LA CARIDAD

di sr Vincenza Mosca

Al inicio del Ochocientos, Lóvere (Bérgamo)
se caracteriza por una gran pobreza no sólo material, sino también moral y espiritual. Las guerras francesas, la sequía, las carestías empobrecen aún más las poblaciones; las epidemias alcanzan a los adultos y a los niños; las influencias iluminísticas antireligiosas tratan de apagar los ideales cristianos de la vida. Nacen urgencias que esperan una respuesta concreta de caridad evangélica.

Entre aquellos que se hacen cargo de estas necesidades está María Bartolomé Capitanio.
Ella nace el 13 de enero de 1807 en Lóvere, de Modesto y Catalina Canossi.

Tiene dos hermanos y cuatro hermanas que mueren pequeños, excepto Camila, dejando un profundo dolor sobre todo a la mamá.
Una familia de modestas condiciones es aquella de María Bartolomé. El papá lleva adelante el negocio de grano y un pequeño almacén: éstos son los medios para la subsistencia y la caridad. La mamá educa a sus hijas con delicadas atenciones y con profundo sentido cristiano y así María Bartolomé crece buena y vivaz.

Un sufrimiento deja huellas en la familia: el papá excede en la bebida y llega a ser agresivo con su esposa y sus hijas, y con los vecinos, al punto que en el pueblo lo llaman ‘Modestino el loco’. Esta situación dolorosa toca el corazón de María Bartolomé y la predispone, aún adolescente a unir sus sufrimientos a los de Jesús crucificado y a abrirse a la compasión por la fragilidad y las miserias de los demás.

La mamá, sea para salvaguardar la hija de esta lamentable situación familiar, sea porque María Bartolomé se presenta inteligente y deseosa de aprender, hace de todo para confiarla a la educación de las Hermanas Clarisas, llegadas desde hace poco tiempo al monasterio de Lóvere luego del doloroso tiempo de la expulsión en los años napoleónicos.
María Bartolomé tenía once años y medio.
En el colegio aprende rápidamente y con buenos resultados lo que allí le enseñan, modela su fuerte y volitivo temperamento, se compromete con fervor en la práctica de la virtud, vive la amistad con sus compañeras y la maestra, se abre al deseo de la santidad que de las Hermanas Clarisas, con su testimonio de vida contribuyen a suscitarles en su corazón.

María Bartolomé tiene sólo doce años cuando en un momento de juego propuesto por sor Francisca Parpani le toca en suerte la ‘pajita más larga’, signo que entre las compañeras sería la primera en llegar a ser santa. Ella realiza aquel propósito al cual no renunciará jamás:

«Quiero ser santa pronto santa, gran santa!».

Una expresión sincera, pero caracterizada aún del entusiasmo adolescente. María Bartolomé tendrá que recorrer el itinerario de la santidad en la docilidad al Espíritu que la hará pasar por medio de una progresiva liberación de sí misma y la llevará a comprender que aquel ‘quiero’ no es iniciativa suya sino de Dios.

María Bartolomé deja el colegio de las Clarisas a los 17 años. Junto a las hermanas consagradas a Dios en la oración hizo un profunda experiencia del Señor, y aún en modo inicial, se entrega a El emitiendo el voto de castidad. Está admirada porque Jesús, ‘Rey del cielo y de la tierra’ se digna elegirla como esposa. (cfr. Voto de castidad virginal, Esc. III, 691).
No es la presunción sino la confianza en un Dios que la amó hasta dar su sangre en la cruz que la lleva a exclamar:«No temo nada porque soy la esposa de Jesús» (id). Ella advierte que una grande luz se encendió en su corazón: Jesús la ama y la eligió para que sea toda suya!. Esta certeza la lleva a corresponder al abrazo de amor en la realidad de su vida.

Cómo? Por cuál camino?
María Bartolomé encontrará la respuesta a estos interrogativos en la escucha del Espíritu, en la docilidad a su confesor Ángel Bosio, en la atención a las llamadas de Dios que habla por medio de las necesidades de la gente y de los acontecimientos de la historia.

Supera, no sin dificultades, el atractivo por la clausura presente en su corazón en los años de permanencia en el colegio de las Clarisas, porque siente que en ella se va definiendo de manera siempre más clara la llamada a la caridad activa para el bien del prójimo.
Las niñas sin familia, sin instrucción, las jóvenes desorientadas, los enfermos sin asistencia, los pobres de las calles de Lóvere la cuestionan.

En el retiro de 1826 ella anota: «Después de una buena hora que considero los distintos estados de Religión, considero sinceramente, como si estuviera ante Dios, que el Señor me llama a un Instituto cuyo fin sean ‘Las Obras de misericordia’, y que esto sea aquello que en el momento de la muerte seré contenta de haber abrazado». (id III, 14).

Y a la amiga Mariana Vertova en 1827, escribe: «Esta bendita caridad con el prójimo que tanto ejerció Jesucristo en el transcurso de su vida, tanto me agrada, y ejercitándola se prueba tanto gusto que me parece no probarse jamás en ninguna Religión-…». (id I, 198).

En 1829 María Bartolomé expresa esta luz en el ‘voto de caridad’, convencida que ‘el amor a Jesús no va jamás separado de un verdadero amor al prójimo’ y que la caridad activa es su modo de agradar al Señor.

Contemporáneamente comprende que para ser toda de Jesús y dejar que su caridad habite en ella, debe poco a poco liberarse de sí misma. Por lo tanto, se ejercita en una ascesis rigurosa, con mortificaciones, con un minucioso examen de conciencia. Lucha sobre todo contra la soberbia que siente viva en ella. Algunas de sus expresiones permiten conocer algo de aquel sistemático ejercicio de ‘buscar la verdad en su interior’: «Hice conocer una buena acción que hice a otra persona… Dije media palabra con el fin de ser alabada… Tuve una tentación de envidia… Hoy espero de no tener nada…».

Sobre esta severa ascesis, sugerida de la espiritualidad del tiempo , vela don Ángel Bosio, al cual se abre con equilibrio y serenidad, deseosa de cumplir sólo aquello que agrada a Dios. Segura de ser llamada por Dios a hacer revivir en su corazón y en sus gestos la caridad de Jesús, contemplada en su obrar y morir por nosotros, ella se compromete en las obras de bien que ya puede realizar: instruir a las niñas en la escuela que abre en su casa; les enseña el catecismo, el trabajo, anima el oratorio y se acerca a las jóvenes, establece relaciones de amistad, asiste a los enfermos en las casas y en el hospital, siempre con el fin de ayudar a todos a encontrar a Cristo.

Pero el Espíritu le pone una espina en su corazón…: es necesario encontrar el modo para que esta respuesta tenga una continuidad. María Bartolomé reza, se interroga, se confronta… y gradualmente delinea el proyecto de un instituto ‘todo fundado sobre la caridad’.
Desea que el Instituto surja a Lóvere lo más pronto posible, ‘deseo ardientemente besar aquellos muros que serán la casa del Señor’; al mismo tiempo está dispuesta a esperar aún cien años o a ‘no verlo nacer’ si esa es la voluntad de Dios.
Desea y quiere sólo aquello que Dios quiere y no cuanto su ‘yo’ le puede sugerir.

Para realizar el proyecto es necesario una compañera, una casa, necesita que la Iglesia apruebe la idea. Don Ángel Bosio considera en aquello que María Bartolomé le revela una inspiración del Espíritu y realiza con ella el camino de discernimiento y de verificación eclesial, implicando al párroco de Lóvere, Rusticiano Barboglio y al obispo de Brescia, monseñor Gabrio Nava, que a su vez reconocen que se trata de una ‘obra de Dios’.

María Bartolomé cuando sabe que el obispo aprueba la iniciativa del nuevo Instituto llora de alegría porque en eso lee el sello de la voluntad de Dios.

Luego de estos signos de confirmación, ella, siempre «para obedecer», predispone un «Promemoria» que contiene la inspiración fundamental del Instituto.
Lo intuye «…todo fundado sobre la caridad, a imitación de aquella ‘ardientísima’ del Redentor, con una vida toda empleada para el bien del prójimo, en particular de la juventud en cualquier condición, prefiriendo las jóvenes pobres y desorientadas, de los enfermos, y por las necesidades de la Iglesia».

Ángel Bosio y el párroco colaboran en la compra de la casa; en ese mismo momento también Catalina Gerosa, que comparte el ideal de María Bartolomé, se dispone, en la pura fe a unirse a ella para que nazca el Instituto.

La noche del 21 de noviembre de 1832, María Bartolomé vela en su habitación esperando ir, al alba, con Catalina Gerosa a la iglesia parroquial de San Jorge y luego a la casa Gaia para consagrarse totalmente a Dios para el bien del prójimo.Escribe el «Miserable Ofrecimiento» donde se abandona al Señor en pobreza, reconociéndolo como el iniciador de la obra.

Heme aquí, oh mi amabilísimo Jesús, llegada finalmente al suspirado momento de mi sacrificio.
Hoy por las manos de María tengo la dicha de consagrarme total e irrevocablemente a tu gloria y al servicio de mi prójimo… Yo me reconozco inhábil, indigna, incapaz de todo; pero si tú quieres puedes hacerme obrar también prodigios… Ya no tengo nada mío, soy toda tuya y tuya en la manera que más te agrada…». (Esc III, 708)

También en María Bartolomé llega aquel paso que, en la admiración de la revelación de Dios, hace decir a Pablo: «Por gracia de Dios soy aquello que soy».
El 21 de noviembre de 1832 nace en Lóvere el Instituto de Hermanas de caridad.
María Bartolomé con Catalina reciben en Casa Gaia las niñas para la escuela y las huérfanas; en el hospital asiste a los enfermos; en el oratorio anima cristianamente las jóvenes.

A todos ella puede decir: «Ahora somos toda de ustedes», porque comprendieron que ser de Jesús quiere decir ‘pertenecer’ a los hermanos.

El Instituto ha comenzado ya y se puede pensar que la vida continúe así…

Pero el designio de Dios se manifiesta pronto en un modo distinto.

La enfermedad llama a la puerta. La mañana del 1° de abril de 1833 María Bartolomé vuelve a casa de la iglesia parroquial con fiebre, va a la cama y no se mejorará.
Una joven de Lóvere, María Gallini; es llamada a sustituirla en la escuela y Catalina, viendo María Bartolomé agravarse, se siente siempre más pobre e incapaz de llevar adelante el Instituto.

El 26 de julio de 1833, a ocho meses de la fundación y a 26 años de vida, María Bartolomé, «pronunciando los dulces nombres de Jesús y María, se duerme en el Señor». Antes de morir, trata de serenar el llanto de aquellos que están a su lado diciendo: «Cuando estaré en el Paraíso podré hacer mucho más que si me quedo aquí».

Después de su muerte, la gente dice: «Adiós, Instituto!». Pero aquello que nace en el signo de Dios no muere!. Catalina, superándose, se abandona a Dios y se queda a continuar aquel ideal que María Bartolomé intuyó en un tiempo tan breve y, a su vez, lo entrega a las hijas del Instituto, las Hermanas de caridad.

En 1926 la Iglesia la reconoce beata y en 1950, junto a Vicenta Gerosa, la proclama santa.María Bartolomé abre el camino y después como el grano, va bajo tierra, para que de su morir nazca la espiga y la aventura de Dios, que se preocupa del hombre sirviéndose del hombre, pueda continuar.

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El Instituto de las Hermanas de Caridad de las Santas María Bartolomé Capitanio y Vicenta Gerosa Gerosa, llamadas «Hermanas de la Virgen Niña», fue fundado en Lóvere (Bérgamo) el 21 de noviembre de 1832 por una joven maestra, María Bartolomé Capitanio (1807-1833), con la colaboración de Catalina Gerosa (1784-1847), luego Hermana Vicenta, mayor en edad y ya experta en la caridad (las dos canonizadas por Pío XII en 1950). A ocho meses de la fundación, María Bartolomé murió y a Catalina le queda la difícil tarea de continuar la obra apenas iniciada.
El Instituto recibe la denominación de Hermanas de la Virgen Niña en Milán, luego del regalo de la imagen por medio de la cual se difunde la devoción al misterio del nacimiento de María. Nació en respuesta a las necesidades de un momento histórico que anunciaba profundos cambios económicos, sociales, culturales, el Instituto tiene como carisma la participación a la caridad misericordiosa de Jesús Redentor: se hace signo abriéndose a la compasión por la miseria humana, sirviendo a los hermanos en sus necesidades.
En fuerza de las opciones apostólicas de los orígenes, interpretadas vitalmente, el Instituto dirige en modo particular su misión a los jóvenes de cualquier condición, prefiriendo entre ellos los más pobres, los abandonados, los desorientados; a los enfermos, a los ancianos, a los marginados, a aquellos que aún no conocen el Evangelio.
El Instituto tiene carácter internacional: ya en 1860 estaba presente en Bengala (India). Actualmente obra en Italia y en otros países europeos (España, Inglaterra, Rumania); en Asia (India, Bangladesh, Myammar, Tailandia, Japón, Israel, Nepal, Turquía); en América (Argentina, Brasil, Perú, Uruguay, California); en Africa (Zambia, Zimbabwe, Egipto)
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